Por Facundo Basualdo para La Opinión de Tandil
Hoy su cara está en todas las remeras. O en muchas. Con esa mirada eterna que capturó Korda, que está también en llaveros y mochilas y calcos y banderas y en cualquier cosa que también pueda venderse. Está en “las tres letras mundiales de tu nombre”, como escribió el uruguayo Mario Benedetti, en el mismo poema que le dice:
estás muerto
estás vivo
estás cayendo
estás nube
estás lluvia
estás estrella
El Che es y está. En el mito, la leyenda, la historia viva de estos pueblos. El Che está en Cuba, en la Plaza de la Revolución de La Habana gritando “¡Hasta la victoria, siempre!” y en un mural de una calle cualquiera de Baracoa, un pueblo en la otra punta de la isla, como en las mil y una paredes de Latinoamérica. Está en Santa Clara, mirando al Che del sur, el que está parado, con los pies enraizados en Rosario, en la escultura que Andrés Zerneri hizo con llaves de tantos y tantas, porque el Che también es una forma de entrar, una puerta de entrada.
Estás en todas partes. En el indio
hecho de sueño y cobre. Y en el negro
revuelto en espumosa muchedumbre,
y en el ser petrolero y salitrero,
y en el terrible desamparo
de la banana, y en la gran pampa de las pieles,
y en el azúcar y en la sal y en los cafetos,
tú, móvil estatua de tu sangre como te derribaron,
vivo, como no te querían,
Che Comandante,
amigo.
Así lo veía el cubano Nicolás Guillén, otro de los que no se guardó poemas para también tenerlo al Che en la mano. Está en Reunión, el cuento de Julio Cortázar, y en sus palabras de despedida:
Yo tuve un hermano.
No nos vimos nunca
pero no importaba.
El Che está también en el recorrido de su viaje en motocicleta, en su diario, en la cara de Gael García Bernal, en los museos que se armaron en cada punto donde estuvo desde el recuerdo de su asma en Alta Gracia hasta el paso por San Martín de los Andes cuando durmió en La pastera. Está en los archivos de diarios en su paso por Chile y en el pueblo colombiano Leticia donde hizo de médico. Está en Valle Grande, en La Higuera, en la cara inmortalizada que recuerda el soldado Terán y en la orden: “¡Póngase sereno y apunte bien! ¡Va a matar un hombre!”
El Che estaba en otra idea, la de lo imprescindible. Está en eso de que hay personas imprescindibles. Y el cementerio está lleno de imprescindibles.
Como está esa muerte en Bolivia, también está otro pedazo de vida en el Congo y en su libro posterior buscándole sentido al fracaso. Por eso es que también está en los que se refieren al Che como sobrevaluado ya que al fin y al cabo, no ganó ninguna otra batalla guerrillera que la dirigida por Fidel Castro. El Che está en el fracaso, pero no sólo ahí. También está en la idea de que lo imposible no es más que una excusa. Y eso está más cerca de ser victoria que otra cosa. De cualquier manera, está en el jugado, arriesgado delirio de ir a pelear armado donde creía que el mundo llamaba. Y esa es una forma de vida que –creamos equivocada o no– merece estar, así, en infinitivo, infinitamente. Por eso es que también está como el hombre de la estrella.
Está en un libro aburrido del otrora progre Lanata y uno exaltante del otrora menemista O’Donnell. Y en cientos de páginas más. Como también está en las palabras de Carlos Ciappina, un profesor de historia de América Latina de la Universidad Nacional de La Plata, que no recomienda los libros que salieron con el Che marketinero, sino que resalta el de Ricardo Rojo, Mi amigo el Che, editado en mayo de 1968. El Che, así y de otras formas, también está en el Mayo francés.
Está en las organizaciones guerrilleras que la dictadura desapareció. Está en la terrorista acción militar para destruir un discurso revolucionario. Está en el silencio promovido por las formalidades de la democracia. Está, también, en el cuadro que se colgó en el Salón de los Patriotas de la Casa Rosada y que la nueva gestión descolgó. Está, entonces, en la bajada de su cuadro.
El Che está en la campaña de 2012 del expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, cuando envió desde su agencia de protección ambiental una cadena de correo electrónico con la imagen del Che para el mes de la hispanidad. Está también en la histórica visita de Obama a Cuba en pos del desbloqueo que no fue, cuando pidió sacar la foto con el Che de fondo.
Está en sus diarios publicados, en sus pensamientos sobre el hombre nuevo y el socialismo, en los discursos en el seno del Imperio en una Asamblea de la ONU en Nueva York y en otra en Punta del Este. Está en las cartas, en los artículos publicados, en las Jornadas de Trabajo Voluntario que promovió entre el funcionarado para todo el pueblo cubano.
Está en la carta que les dejó a sus hijos en la que les dice que “cada uno de nosotros, solo, no vale nada”. Está en esa misma idea que les dijo Azucena Villaflor a otras madres con hijxs desaparecidxs diez años después de su muerte, en un acto fundante de las Madres de Plaza de Mayo.
Está en la hija que critica el régimen de Cuba. Está en los cubanos que aman Argentina porque de ahí llegó el Che. El Che está en la libertad y en la resistencia de buena parte del mundo. Sobre todo, en esa usina, en el faro humano que ilumina desde esa pequeña unidad básica revolucionaria llamada Cuba. Está en los discursos de Fidel, ni hablar, en los de Chávez, en los de Correa, en los de Evo. Está también en los que dieron los embajadores norteamericanos por todo el mundo, en buena parte de la prensa occidental de los sesenta y en los que celebraron su muerte.
El Che está en lo que intenta ser nuevo, en lo que intenta ser mejor, en esa búsqueda del hombre nuevo. Y también está en el pasado, en lo que ya no va. Está en las contradicciones. Y también está junto a Evita y Tupac en el símbolo pintado en todo Jujuy como presencia de la organización de Milagro. Está, también, en el grito de libertad para Milagro.
El Che está en los actos por los 40 años de su muerte. En la tierra en la que volvió a dormir Evo Morales en Valle Grande, en la última revista Sudestada, en el reciente documental Matar al Che, en los miles de videos en Youtube, en los millones de guitarras y fogones.
Está en el chamuyo de los que viven de la Revolución y está sobre todo en los que mueren por ella. Y está en la promesa de quienes todavía le creen, como dijo Rodolfo Walsh en su despedida: “…alguien tarde o temprano se irá al carajo de este continente. No serán los que nacieron en él. No será la memoria del Che.
Que ahora está desparramado en cien ciudades,
entregado al camino de quienes no lo conocieron”.
Entonces, está y estará mientras estén ellos, los otros, acá. Porque el Che tiene que estar, como una obligación, una necesidad, una promesa, un horizonte. Y por eso está en la dureza de la ternura que año a año hace que cientos de niños griten «seremos como el Che», reafirmando el estar presente y el estar futuro.
Seremos como el Che, repiten y repiten, seremos como el Che,
seremos como el Che,
seremos como el Che.