No es que Charly García cumple 70 años. La República Argentina cumple 70 años teniendo a Charly García.
Hace muchos años, en una entrevista del colega Javier Andrade para la revista 13/20, Charly tiró una de esas frases que van derecho al titular, por resonante y por acertada: «No hay mejor Charly García que yo». Más allá de la explosión de ego -¿acaso algún artista no cuida su ego?-, la frase, el concepto, tiene la puntería de tantas y tantas frases que García fue desperdigando en decenas de canciones a través de la historia cultural argentina desde 1972. Desde la aparición de un paradójico disco que se llamaba Vida y empezaba hablando de la muerte.
Charly García, proveedor de fuego para los fogones guitarreados de todo un país.
La inocencia de aquel primer García, de ese adolescente que compartió con otro Carlos Alberto apellidado Mestre la breve pero explosiva trayectoria de Sui Generis -en materia de bandas de García todo fue siempre breve y explosivo-, apenas da indicios de lo que iba a hacer. Lo que iba a representar en el rock argentino. Si desde hace días y días se habla de Charly, y una multitud se agolpó en el Centro Cultural Kirchner para tratar de conseguir una entrada para el tributo de este sábado, es porque García interpeló, interpela y seguirá interpelando al pueblo. Es una de sus bandas de sonido. Es el tipo que alivió dolores con estribillos, que tradujo imágenes siniestras en canciones bellísimas. Es el nombre propio y el apellido que, pronunciados por separado en casi cualquier circunstancia, remiten casi siempre a la misma persona. Diego hay uno solo, Charly también. Y García es García.
Y entonces, es 23 de octubre y es aniversario redondo y es buena excusa para decir unas cuantas cosas. No necesariamente un ejercicio biográfico enciclopédico, no solo por repetido sino por otra clase de redundancia: sabemos tanto de la biografía de Charly porque es nuestra biografía también. Una suerte de biografía combinada: cuando vuelve a sonar «Los dinosaurios», y es la millonésima vez y se vuelven a erizar los pelos, vuelve a ser 1983, ese año que suele identificarse como el de la recuperación democrática pero que se vivió hasta el 10 de diciembre bajo una dictadura. En retirada, pero dictadura. Y García estaba ahí, bancándose desafiante las críticas por asumir una modernidad que entonces se ecualizaba con el pasatismo, con el bigote tranquilo porque ahí nomás del vilipendiado sample de «No me dejan salir», de sobrepique, en la «banda 2» (no, no se le decía «track») del Lado B (sí, los discos tenían lados), clavaba en el ángulo semejante pedazo de vida hablando de la muerte. Otra vez.
Cada canción de Charly es nuestra. Porque estuvieron presentes en infinidad de momentos, y se metieron dentro de la gente y la representaron. Por eso suena cualquiera de ellas hoy («¡¡Pásenlo en la radio!!») y de inmediato se representa un cacho de la vida propia. El lugar donde se la escuchó por primera vez, el lugar donde se la escuchó por vaya uno a saber qué número pero quedó asociado a un hecho relevante de la biografía personal. Las horas más oscuras se alumbran un poco con el recuerdo de aquel fuego en la playa cantando a los gritos, aquel primer beso bailando «Seminare».
Charly hizo suyos tres escenarios emblemáticos del cartel local, Obras Sanitarias, el Luna Park y el Gran Rex. En Obras protagonizó el encuentro de Spinetta Jade y Seru Giran (ay Charly, Luis, si hubieran hecho ese disco…), y en Obras Seru dijo adiós. En el Luna despidió a La Máquina de Hacer Pájaros -ese diamante siempre al borde de la reivindicación total- y estrenó a Seru, y en el Luna lo chiflaron los ortodoxos de Luis, y entregó los monumentales shows de Clics Modernos y Piano Bar. El Gran Rex cobijó a la aplanadora que presentó Parte de la Religión, Cómo conseguir chicas y Filosofía barata y zapatos de goma, y fue escenario de aquel confuso episodio del fan con un arma que resultó ser de juguete pero disparó un par de fechas más. Uniendo las puntas de la historia, al Luna y al Rex llevó su Torre de Tesla. Se puede sumar a Ferro, claro, donde bombardeó su propio Buenos Aires, y apareció en limusina, y se presentó en un escenario estilo ring de box. Cuesta agregar al Opera, el Opera fue donde se presentó La hija de la lágrima, y Charly estaba en un plano más de happening que de performance musical.
En todos esos lugares, García fue arropado por multitudes. A todos les -nos- dijo algo. En la prehistoria hippie, en su máquina progresiva, en la experimentación beatlesca, en la Década Imposible 1982-1992 en la que hizo todo pero todo bien, en la etapa Say No More y el Constant Concept; sombrerero loco de bandas a las que entrenaba hasta lo quirúrgico para reafirmar su lugar como el mejor Charly García; capitán de un Titanic realmente insumergible con el quía rompiendo instrumentos en cubierta y despedazando el iceberg para enfriarse el whisky.
Charly García es un sobreviviente. Nosotros también.
Por eso, y no por la redondez del 70, es que se habla tanto de él en estos días, y se multiplican las versiones de su música, no solo por el homenaje sino porque esa música es nuestra y es sublime. Cuando cantamos a García nos cantamos a nosotros, cantamos a la Argentina que nos duele y que nos hace felices y nos resulta inexplicable, pero se hace más habitable porque su cultura tiene a tipos como él. Indiscutiblemente genial. Volcánico, a veces intratable. Capaz de restarle notas a un acorde y conseguir una suma. Dueño de una pobre antena que transmitió pura riqueza. Un nombre propio que despliega un mapamundi. Un apellido común para alguien nada común.
Feliz cumpleaños, Argentina. 70 años teniendo a Charly García bien merecen un brindis. Y el volumen en 11.
Fuente: Pagina 12